Las bondades de la autoedición

Escribir es algo vocacional, es algo que al escritor le hace feliz y que necesita en dosis diarias. El verdadero escritor trabaja por su propio placer personal y por llevar adelante su vocación, no para publicar, y menos aún para vender. Publicar y vender está muy bien, pero jamás debe ser algo que el autor tenga en la cabeza en primera instancia.

Escribir debe ser, primero, un “hobby”, y es necesario reivindicar la belleza de esta palabra y de lo que significa: “hobby”. Aunque algún autor como Franz Kafka llamaba a su “hobby” “trabajo” y al trabajo que hacía para ganarse la vida “oficina”. Finamente su “hobby” tuvo una transcendencia impresionante,  en la Cultura (con mayúscula) así como en la cultura popular y el subconsciente colectivo de la civilización occidental. Y todo empezó, modestamente, como un “hobby”. La obra de Kafka, a pesar de su profundidad y de su altura, también destila la ligereza y el sutil humor propios del divertimento con el que debieron ser redactadas. El praguense debía estar en estado de gracia y flotando mientras “trabajaba”, no en un estado de esfuerzo sufriente.

Una vez que el escritor  (y no “escritor en ciernes”, esa expresión no es válida ya que un escritor lo es desde el mismo momento en que redacta sobre un papel con vocación literaria) tiene esto bien claro, entonces puede pensar, sin prisas, sin ansiedad, en publicar. Pero publicar no debería nunca ser un proceso de “opositar a notarías”, y menos aún si ese esfuerzo, si resulta exitoso, económicamente no va merecer mucho la pena, a menos que su libro se convierta en un “bestseller”. Y aun así, la parte del león no va a ser para él.

Pio Baroja optó por la autoedición

La metáfora de opositar a notarías es, por supuesto, presentar el manuscrito a editoriales. Y la metáfora de la parte del león cesante es el nimio porcentaje que reciben los autores sobre la venta de cada ejemplar de su libro cuando se trata de edición convencional.

Entonces, ¿para qué intentar publicar por la vía convencional? Tiene sentido quizá intentarlo una vez, una par de veces, hasta tres veces, pero no tiene mucho sentido intentarlo mucho más.

J.K. Rowling fue rechazada por las editoriales un número verdaderamente desolador de veces, aun así continuó intentándolo, lo cual dice mucho de su resilencia, de su persistencia y de su fe en sí misma, de su autoestima. Sin embargo, si al tercer rechazo hubiera optado por una editorial de autoedición, su éxito hubiera sido el mismo pero además con un extra: habiéndose financiado la edición, el porcentaje que hubiera recibido por cada ejemplar vendido hubiese sido muchísimo mayor y hoy en día sería una mujer muchísimo más rica de lo que ya es.

Otra de las bondades de la autoedición es, por ejemplo, una distribución no generalizada sino concreta. Esto puede suceder en el caso de que un determinado libro sea muy local, esté destinado a un público de una zona geográfica concreta, o que sea un libro destinado a un gremio en particular.

También permite un mayor control sobre la edición, incluyendo detalles como la encuadernación, el tipo de papel, las ilustraciones, etc. La autoedición permite confeccionarse el libro –como objeto– a capricho, dentro de los estándares que la editorial tenga, por supuesto.

Se avecinan tiempos en los que el libro como objeto recobra su pérdida importancia. En la era de Internet y de la venta “online”, el factor estético del libro vuelve a ser muy importante, y cada vez se lo va a ser más. Un texto encuadernado sin ninguna gracia y simplemente puesto en circulación ya no es suficiente.

Autoeditarse nunca debe herir la autoestima de ningún autor. El escritor que opta por esa vía, simplemente está haciendo lo más práctico, lo más efectivo, lo más expeditivo, lo más barato (a medio plazo), lo potencialmente más lucrativo, y sobre lo que tiene más control. Pío Baroja, Marcel Proust, Edgar Alan Poe y E.L. James, por citar a unos pocos, se autoeditaron.

Autoeditarse sólo daña la vanidad (que no la autoestima) del escritor, ya que no ha recibido la aprobación de su texto por parte de un editor. Pero la vanidad nunca es una buena compañera de viaje. Y menos de un literato.

 

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